
Opinión - Columnistas
¡Buenas! Por: Claudio Valdivieso


Ingresé con tantico de premura al ascensor con cinco pasajeros a bordo y con tono amable saludé públicamente a quienes viajaba en la ruta a la cima del cemento, seguro de llegar más pronto a la puerta del cielo.
Dos personas se lanzaron al ruedo, siguieron mi juego urbano y entre ellos registré a un hombre vestido de overol azul, con guantes amarillos quien además de responder en los mismos términos sonrió; una mujer de baja estatura quien sostenía en sus manos unas pacas de café y panela que aromatizaron el cubículo devolvió mis buenos días y encimó una sonrisa que no estaba en el presupuesto.
Una muchacha que no superaba los treinta años de edad embadurnada en perfume llevaba en su maletín algo que expedía olor de almuerzo, se dirigía al último piso y enviaba un mensaje de voz a su pequeño hijo y le daba instrucciones sobre sus tareas escolares y por esto no respondió mi saludo, pues estaba concentrada en los consejos de su hijo a quien le insistía que recibiría la mejor educación de mamá.
Un señor muy bien vestido, de corbata, serio, alto, canoso y con un maletín ejecutivo en su mano derecha en el que seguramente llevaba su educación y las preocupaciones junto a los títulos universitarios, fue cauto y se acogió al derecho de guardar silencio para no ser condenado ante la vergonzosa situación de responder a mis buenos días, aunque podíamos disculparlo porque estaba concentrado en los números que contaba en su ventrílocua voz que salía sin control del control y los botones.
En el fondo del ascensor un mensajero miró abruptamente su reloj y contestó. Nos días ñor… ¡Pero ya me cogió la tarde!
Después de ajustar mi saludable balance caminé hacía la gobernación, cansado de saludar, y al pasar la puerta reajusté la mirada en la señorita de la recepción y pensé que la pobre mujer también había sido torturada con la pesadilla de don Manuel Antonio Carreño. Aproveché la tentación de saludarla, tomó aire y sonriente respondió. Buenas tardes señor, y continuó saludando al cardumen de gente que ingresaba sin cansancio y añadió; debo sonreír para dar la bienvenida a los visitantes sin derecho a cansarme.
Saludar no cuesta nada ni se aprende con cursos especiales. ¡La buena costumbre de saludar viene de casa y su valor es incalculable!
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